El sol brillaba tibio en el cielo, pasados los días de temporal.
En la Universidad de Lanús, el pasto aún seguía húmedo
y con grandes charcos que se resistían a volverse nubes.
El edificio Irma Laciar de Carrica (“El Carrica” para la
gente de adentro) estaba a dos cuadras, prado mediante, del edificio Macedonio
Fernández, donde trabajaba.
Como todos los viernes yo cruzaba a paso enérgico el verdor,
lista de alumnos en mano, presto a llevárselo al profesor de Primeros Auxilios.
Cantando mentalmente, sintiendo la frescura del viento
entrar por las mangas cortas de la remera, decidí no ir por la senda de cemento
y andar por el pasto, ya que el camino al Carrica es más directo por ahí y a
través de la suela de las zapatillas siento la blandura del suelo.
Y suelo disfrutarlo. Mucho.
El perro se metió en mi campo visual cuando levanté la
mirada por casualidad. Venía a trote suave por la senda de cemento con un pedazo
de madera en la boca. La imagen me remitió a Milo, el perro del personaje de
Jim Carrey en la película The Mask, si bien no eran de la misma raza ni se
parecían en lo más nimio.
El can siguió su camino, acercándose a mi latitud pero manteniendo
varios grados de longitud hacia mi derecha.
Y ahí lo vi.
Una imagen que reconocería a kilómetros de distancia:
La máscara de Loki.
Temblando por la emoción y con la mente totalmente
paralizada ante el shock que me causaba semejante revelación, me quedé con los
pies atornillados al suelo, observando al perro alejarse con mi tesoro más
preciado, con el sueño y el deseo de años atrapado en su hocico.
La hora de clases era inminente y me quedaba recorrer una
cuadra más todavía; pero la magia de la máscara me llamaba en la distancia.
Tomá mi poder… es tuyo
– me dijo con una voz que hablaba desde el pasto y el viento, a la vez que
la ví centellar con ese fulgor verde tan suyo.
Sin dudarlo un segundo más, me sobrepuse a la emoción, y
explotando de adrenalina corrí detrás del perro; que entre asustado y
divertido, huyó a todo galope del alcance de mis codiciosas manos.
Mientras lo corría le gritaba en ocasiones, tratando de
llamarlo sin éxito.
Tres minutos de corrida demencial, y ya no pude seguirlo más.
Me maldije por mi falta de estado físico y ya veía mis ilusiones desvanecerse
cuando un fuerte sonido llamó mi atención: el animal estaba allí, jadeando frente
a mí, y había soltado la máscara.
Presa de la locura, agité los brazos y chillé como si mi
pasado Neanderthal reclamara un espacio en estas épocas y me arrojé hacia el
trozo de madera.
El perro saltó hacia atrás y se alejó agitando la cola y
ladrando entretenido.
Acaricié la máscara, ese pedazo de palmera húmedo, hinchado
y liso; esa tabla curva de lluvia y viento, tan distinta a la de la película y
la serie animada (Nadie dijo que tenía que ser igual a la de la ficción, che) y
pude sentir dentro mío lo ilimitado de su ancestral poder.
No voy a necesitar
trabajar más – pensé y me la fui acercando a la cara lentamente (debía
saborear todo el momento)
Voy a tener el poder
de cambiar el mundo – un poco más cerca.
¿El mundo? ¡Los límites
de la realidad entera! – ya podía sentir su olor acre de madera mojada,
barro y baba.
Seré la justicia…
salvaré al mundo… ¡Seré un dios! – y la oscuridad se cerraba sobre mis
ojos, sintiendo náuseas violentas de los nervios; sintiendo mi corazón
desbocado, encabritándose en mi pecho, sintiendo el frío de la superficie
húmeda de la tabla tocando mi piel, cerrando el círculo, ¡El preludio de las
contorsiones! ¡DE LA TRANSFORMACIÓN!
Grité y mi voz rebotó contra el marrón de la máscara pegado
a mi boca.
Abrí grandes los ojos decidido a ver al mundo mutar ante mi
nuevo poder.
Y permanecí sentado en el césped húmedo, con un pedazo de
madera mojada en la cara, y las listas de alumnos arruinándose en el suelo.
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