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viernes, 31 de octubre de 2014

La máscara



El sol brillaba tibio en el cielo, pasados los días de temporal.
En la Universidad de Lanús, el pasto aún seguía húmedo y con grandes charcos que se resistían a volverse nubes.
El edificio Irma Laciar de Carrica (“El Carrica” para la gente de adentro) estaba a dos cuadras, prado mediante, del edificio Macedonio Fernández, donde trabajaba.
Como todos los viernes yo cruzaba a paso enérgico el verdor, lista de alumnos en mano, presto a llevárselo al profesor de Primeros Auxilios.

Cantando mentalmente, sintiendo la frescura del viento entrar por las mangas cortas de la remera, decidí no ir por la senda de cemento y andar por el pasto, ya que el camino al Carrica es más directo por ahí y a través de la suela de las zapatillas siento la blandura del suelo.
Y suelo disfrutarlo. Mucho.

El perro se metió en mi campo visual cuando levanté la mirada por casualidad. Venía a trote suave por la senda de cemento con un pedazo de madera en la boca. La imagen me remitió a Milo, el perro del personaje de Jim Carrey en la película The Mask, si bien no eran de la misma raza ni se parecían en lo más nimio.
El can siguió su camino, acercándose a mi latitud pero manteniendo varios grados de longitud hacia mi derecha.
Y ahí lo vi.
Una imagen que reconocería a kilómetros de distancia:
La máscara de Loki.

Temblando por la emoción y con la mente totalmente paralizada ante el shock que me causaba semejante revelación, me quedé con los pies atornillados al suelo, observando al perro alejarse con mi tesoro más preciado, con el sueño y el deseo de años atrapado en su hocico.

La hora de clases era inminente y me quedaba recorrer una cuadra más todavía; pero la magia de la máscara me llamaba en la distancia.
Tomá mi poder… es tuyo – me dijo con una voz que hablaba desde el pasto y el viento, a la vez que la ví centellar con ese fulgor verde tan suyo.
Sin dudarlo un segundo más, me sobrepuse a la emoción, y explotando de adrenalina corrí detrás del perro; que entre asustado y divertido, huyó a todo galope del alcance de mis codiciosas manos.

Mientras lo corría le gritaba en ocasiones, tratando de llamarlo sin éxito.
Tres minutos de corrida demencial, y ya no pude seguirlo más. Me maldije por mi falta de estado físico y ya veía mis ilusiones desvanecerse cuando un fuerte sonido llamó mi atención: el animal estaba allí, jadeando frente a mí, y había soltado la máscara.

Presa de la locura, agité los brazos y chillé como si mi pasado Neanderthal reclamara un espacio en estas épocas y me arrojé hacia el trozo de madera.
El perro saltó hacia atrás y se alejó agitando la cola y ladrando entretenido.
Acaricié la máscara, ese pedazo de palmera húmedo, hinchado y liso; esa tabla curva de lluvia y viento, tan distinta a la de la película y la serie animada (Nadie dijo que tenía que ser igual a la de la ficción, che) y pude sentir dentro mío lo ilimitado de su ancestral poder.
No voy a necesitar trabajar más – pensé y me la fui acercando a la cara lentamente (debía saborear todo el momento)

Voy a tener el poder de cambiar el mundo – un poco más cerca.

¿El mundo? ¡Los límites de la realidad entera!   ya podía sentir su olor acre de madera mojada, barro y baba.

Seré la justicia… salvaré al mundo… ¡Seré un dios! – y la oscuridad se cerraba sobre mis ojos, sintiendo náuseas violentas de los nervios; sintiendo mi corazón desbocado, encabritándose en mi pecho, sintiendo el frío de la superficie húmeda de la tabla tocando mi piel, cerrando el círculo, ¡El preludio de las contorsiones! ¡DE LA TRANSFORMACIÓN!

Grité y mi voz rebotó contra el marrón de la máscara pegado a mi boca.

Abrí grandes los ojos decidido a ver al mundo mutar ante mi nuevo poder.

Y permanecí sentado en el césped húmedo, con un pedazo de madera mojada en la cara, y las listas de alumnos arruinándose en el suelo.


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